Según el mito, Medusa era originalmente una hermosa joven con un cabello deslumbrante. Era sacerdotisa en el templo de Atenea, la diosa de la sabiduría y la guerra, y estaba orgullosa de su incomparable belleza.
Sin embargo, un día, Poseidón, el dios del mar, quedó prendado de la belleza de Medusa y se aprovechó de ella en el templo de Atenea. Atenea se enfureció por este acto de profanación y decidió castigar a Medusa.
Como castigo, el cabello de Medusa se transformó en serpientes venenosas y su otrora hermoso rostro se volvió horrible y monstruoso. Su mirada conservaba el poder de convertir en piedra a cualquiera que la mirara.
Medusa fue exiliada de la sociedad y desterrada a una cueva remota en una isla aislada. Vivía en soledad, temida y evitada por todos.
Finalmente, el rey de Argos envió al héroe Perseo a una misión para recuperar la cabeza de Medusa como trofeo. Guiado por los dioses, Perseo utilizó un escudo especial que le permitía ver el reflejo de Medusa sin convertirse en piedra. Logró decapitarla mientras dormía y llevó su cabeza de regreso al rey.
La cabeza de Medusa siguió siendo un arma poderosa para Perseo. Lo usó para derrotar a sus enemigos y convertirlos en piedra, y finalmente se lo devolvió a Atenea. Atenea colocó la cabeza de Medusa sobre su égida, el escudo que llevaba, como símbolo de su triunfo sobre el monstruo.
En algunas versiones del mito, se decía que la sangre de Medusa tenía propiedades especiales. Una gota podría traer vida a los muertos, mientras que otra podría desatar destrucción.
Así, la historia de Medusa sirve como recordatorio de las consecuencias del orgullo, la vanidad y la desobediencia a los dioses. Enseña que la belleza es fugaz y que uno no debe dejarse consumir por ella, no sea que sufra un destino trágico como el de Medusa.