La caída de Isabel II y la dinastía Borbón.
Los escándalos del último periodo del reinado de Isabel II habían acabado provocando el descrédito absoluto de la monarquía y el ascenso de los republicanos. La caída de la reina fue consecuencia de la Revolución de 1868, conocida como la Gloriosa. Isabel se refugió en Francia, donde recibió la protección de Napoleón III y Eugenia de Montijo. En 1870 abdicó en favor de su hijo, el futuro Alfonso XII.
El período final del reinado de Isabel II, caracterizado por la progresiva deslegitimación tanto del sistema político como de la propia Corona, se inició con la caída de O'Donnell en 1863. Los gobiernos, siempre moderados, contaban cada vez con menos apoyo y los problemas aumentado en todos los ámbitos. Al mismo tiempo, los escándalos amorosos de la reina y su esposo, Francisco de Asís, erosionaron el prestigio de la monarquía isabelina. El aumento de la represión fue la única respuesta al descontento, que mostraba, por otra parte, la incapacidad de los gobiernos y de la propia Corona para afrontar el deterioro general del régimen.
El permanente alineamiento de la reina con los moderados y con un régimen político elitista, así como su incapacidad para impulsar una apertura política más democratizadora y adaptada a los cambios sociales y económicos que se estaban produciendo, acabó significando el fin de su reinado y de la dinastía. Borbón en España, aunque sea de forma provisional.
El cierre moderado hizo que los partidos progresistas y democráticos optaran por la vía insurreccional para lograr el cambio político. Desde 1866 ha habido intentos de pronunciamientos. La firma del Pacto de Ostende (1866) proporcionó una cobertura política a estos intentos y marcó un nuevo objetivo político que iba más allá de un simple cambio de gobierno:el destronamiento de la reina.
La Revolución Gloriosa (1868) .
El detonante fue el pronunciamiento de la Armada en Cádiz el 18 de septiembre de 1868. El movimiento militar logró también un amplio apoyo civil ya que contaba con el respaldo de demócratas y progresistas. Su coincidencia con una crisis de subsistencia lo convirtió en un proceso revolucionario en toda regla. Tras el triunfo de la revolución, Isabel II fue destronada y se inició un período de constantes cambios políticos que, por su duración, se ha conocido como Sexenio Revolucionario o Sexenio Democrático (1868-1874).
A principios de octubre de 1868 se formó un gobierno provisional, presidido por el general Serrano, que convocó elecciones municipales para diciembre. En enero de 1869 se celebraron elecciones generales a la Asamblea Constituyente, en las que los progresistas y la Unión Liberal (partido que puede considerarse central) obtuvieron la mayoría, aunque los republicanos también obtuvieron buenos resultados (85 diputados).
Estas Cortes redactaron la Constitución de 1869, de carácter progresista, aunque siguió manteniendo la monarquía como forma de Estado. En ella, la monarquía dependía de la soberanía nacional, de la que emanaban todos los poderes del Estado. Esto planteó el problema de encontrar un nuevo rey. Este tenía que ser un monarca constitucional, sujeto a la soberanía nacional y alejado de la tendencia a inmiscuirse en el juego político tan propio del reinado de Isabel II. En última instancia, se pretendía establecer un modelo moderno de monarquía parlamentaria.
Mientras se buscaba un nuevo rey, se creó una regencia que ejerció Serrano, mientras Prim dirigiría el gobierno. El nuevo poder ejecutivo tuvo que afrontar serios problemas:
- Una guerra colonial en Cuba, iniciada en 1868.
- La oposición de los carlistas y los alfonsinos (partidarios de restaurar la monarquía borbónica en la figura de Alfonso XII). Los carlistas iniciaron una nueva guerra, la tercera, en 1872.
- El asedio permanente de los republicanos, que no aceptaron la monarquía.
- El descontento de los sectores populares, decepcionados por la falta de respuesta gubernamental a sus problemas
La búsqueda de un nuevo rey.
Encontrar un rey o una reina que reemplazara a los Borbones fue una operación compleja influenciada por cuestiones tanto nacionales como internacionales. Hubo cinco candidatos que fueron rechazados por diversos motivos. Este rechazo abrió las puertas a la candidatura de Amadeo de Saboya, segundo hijo del rey de Italia Víctor Manuel II.
La propuesta de Amadeo de Saboya se planteó en el verano de 1870 en un contexto convulso. A las divisiones internas que surgieron entre los monárquicos por el apoyo a diversos candidatos, se sumaron las internacionales, ya que cada país quería “colocar” a su candidato. Al principio, el gobierno anunció la candidatura de Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen, un príncipe prusiano al que se oponía Napoleón III, que temía verse rodeado por una dinastía enemiga de Francia. El gobernante francés también se opuso a la candidatura de Antonio de Orleans, duque de Montpensier. Este candidato tampoco fue bien visto por algunos partidos españoles por su relación familiar con los Borbones (era cuñado de Isabel II).
Descartados estos candidatos, las preferencias del gobierno se centraron en Amadeo de Saboya, fuertemente apoyado por Prim. Amadeo fue elegido rey en votación de las Cortes el 16 de noviembre de 1870, con 191 votos a favor, 60 por la república federal, 27 por Mont pensier, 8 por Espartero y otros 25 por otros candidatos o en blanco. La pronta muerte de Prim, asesinado el 27 de diciembre de 1870, privó al nuevo rey de su principal valedor. Aun así, Amadeo juró la constitución ante las Cortes a principios de enero de 1871.
El reinado de Amadeo I.
Amadeo I encomendó a Serrano la tarea de formar el primero de sus gobiernos. Pero la división del progresismo entre los radicales (Ruiz Zorrilla) y los constitucionalistas (Sagasta) hizo imposible el esfuerzo de un gobierno conjunto. Sagasta, uno de los pilares del juego político, era partidario de darle un sesgo conservador a la nueva monarquía, temeroso de los vientos revolucionarios que se extendían por Europa de la mano de la Comuna de París (1871) y la Primera Internacional (creada en 1864). Por el contrario, Ruiz Zorrilla se mostró partidario de medidas más progresistas.
Luego confió el gobierno a Ruiz Zorrilla, quien logró mejorar la imagen del rey pero acabó dimitiendo al cabo de unos meses, volviendo Sagasta a liderar el gobierno y convocando elecciones. A pesar de utilizar los mecanismos típicos del fraude electoral, no pudo evitar que las distintas oposiciones al régimen destituyeran a 150 diputados, suficiente para derrocar al gobierno.
Posteriormente, el rey llamó nuevamente a Serrano para formar gobierno, apoyado por los unionistas. Pero algunas de sus acciones –entre ellas el acuerdo de Amorebieta (1972) por el que indultó a los carlistas sublevados– provocaron la indignación de militares y radicales. Serrano pidió al monarca que suspendiera las garantías constitucionales a lo que éste se negó, ante lo cual Serrano dimitió y el rey recurrió a Ruiz Zorrilla para formar el que sería el último de sus gobiernos. Poco antes, en el verano de 1872, el monarca había sufrido un ataque fallido.
El proyecto para abolir la esclavitud en Puerto Rico, presentado el 24 de diciembre de 1872, despertó a principios de 1873 una oscura alianza entre grupos de intereses coloniales a la que se sumaron todos los enemigos del régimen. Meses después, un conflicto interno en el Ejército provocó la dimisión de Amadeo I.
Paralelamente a los problemas políticos mencionados, durante su reinado se produjeron dos guerras civiles:la tercera guerra carlista y la guerra de Cuba. Éste estalló en 1868 y duró diez años, hasta 1978. En él, los miembros del "partido español" -enemigo de cualquier reforma del sistema económico antillano- constituyeron también un frente de oposición al régimen del nuevo rey. Por su parte, la tercera Guerra Carlista comenzó en 1872 y tuvo lugar principalmente en el País Vasco, Navarra y Cataluña. Concluiría en 1876.
Conclusiones.
El reinado de Amadeo I (1870-1873) fue un período convulso. A las luchas políticas, incluso entre quienes teóricamente lo apoyaban, se sumaron dos guerras que coincidieron cronológicamente. Además, Amadeo I nunca logró ganarse la confianza del pueblo ni de los que podemos llamar poderes fácticos –la Iglesia, el Ejército, gran parte de la aristocracia, los propietarios coloniales– que no ocultaban sus simpatías borbónicas.
Desprovisto de los vicios del reinado de Isabel II, pudo haber representado la posibilidad de una monarquía parlamentaria moderna y democrática. Una posibilidad que el cortoplacismo y el personalismo de los partidos que le apoyaban y la clara oposición de las citadas potencias hacían imposible. Su fracaso abrió la puerta a la Primera República, otro período convulso.
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