Entrada extraída del libro Los Plantagenets.
En algunas entradas del blog hemos tratado temas relacionados con el formidable rey inglés Eduardo I, ya sea de la época en la que aún reinaba su padre Enrique III y era el heredero de la corona (ver las entradas dedicadas a la batalla de Lewes y Simón de Montfort), y a sus actividades cuando se sentó en el trono de Inglaterra (ver la entrada dedicada a la muerte del rey Alejandro III de Escocia). Precisamente sus aventuras en Escocia son las que más fama le han dado últimamente a raíz del estreno de la película Braveheart, en la que Eduardo aparece como el rey inglés que luchó contra William Wallace (no en vano Eduardo tuvo la leyenda grabada en su ataúd Martillo de los Escoceses).
Hoy vamos a hablar de un episodio menos conocido de su vida, ocurrido justo entre su condición de príncipe heredero y su ascenso a la corona. Hasta el año 1265, los principales esfuerzos de Enrique III y su hijo Eduardo estuvieron dirigidos a poner fin a la rebelión liderada por Simón de Montfort. Finalmente, las fuerzas rebeldes, ampliamente superadas en número, fueron masacradas por los realistas en la batalla de Evesham, en la que De Montfort murió y su cadáver fue mutilado. Las tropas rebeldes eran tan inferiores numéricamente que un cronista de la época habló de "El asesinato de Evesham, pues la batalla no fue ninguna".
Después de la muerte de Montfort todavía tomó un tiempo apagar los rescoldos de la rebelión, pero una vez que el país estuvo pacificado, el joven e impetuoso Eduardo necesitaba un campo de batalla en el que desarrollar su enorme potencia física (en el siglo XVIII se desenterró su cuerpo y se comprobó que medía 1,90 metros de altura). El lugar ideal para cualquier caballero cristiano de la época era acudir a la defensa de los territorios cristianos de Ultramar, es decir, las posesiones conquistadas durante las Cruzadas.
El proyecto se retrasó un tiempo por falta de fondos (el parlamento le negó repetidamente a Edward el dinero necesario para que él y su ejército pudieran llevar a cabo el viaje), pero finalmente en agosto El 20 de diciembre de 1271, Eduardo y su esposa Leonor de Castilla, junto con sus tropas, zarparon hacia Francia. La idea era unirse a las fuerzas del rey francés Luis IX, que también iría a Ultramar. Sin embargo, cuando Eduardo llegó a Francia, se enteró de que Luis ya se había dirigido al puerto de salida, Aigues Mortes. A toda velocidad los ingleses cruzaron Francia, pero al llegar al citado puerto se encontraron con dos malas noticias:la primera, que Luis ya había zarpado; y el segundo, que no había llegado a Tierra Santa, sino a Túnez. El hermano del rey de Francia, Carlos de Anjou, había conquistado la corona de Sicilia y quería establecer sus dominios, recordando a los vasallos tunecinos de su reino que se retrasaban un poco en el pago de las cantidades adeudadas al tesoro real. /p>
Sin embargo, el ejército francés había sido tremendamente diezmado por una plaga que se llevó al mismísimo rey Luis, por lo que a partir de entonces los ingleses se quedaron solos. Lo más sensato hubiera sido poner fin a la aventura y regresar a casa, pero Eduardo no quiso tener nada que ver y su flota puso rumbo a Tierra Santa. En aquella época las posesiones cristianas se habían limitado a una estrecha franja de tierra con capital en San Juan de Acre, a donde llegó la flota inglesa.
Pronto Eduardo se dio cuenta de la realidad. Ni siquiera sumando sus fuerzas a las cristianas ya residentes en Tierra Santa y a las de las órdenes militares tuvo la más mínima posibilidad de enfrentarse a las tropas musulmanas, encabezadas por los mamelucos del sultán al-Zahir Baybars. Eduardo buscó y consiguió una alianza con los mongoles liderados por Agabha Khan (nieto del gran Genghis). La caballería mongola atacó Alepo y los británicos aprovecharon la dispersión de las fuerzas musulmanas que ello provocó para lanzar una ofensiva.
El fracaso fue total; Los británicos no sólo no pudieron tomar el castillo de Qaqun, a medio camino entre Acre y Jerusalén, sino que poco después se enteraron de que los mongoles habían retrocedido y que el grueso de las fuerzas musulmanas regresaba, por lo que Eduardo tuvo que regresar a Acre; lo único que habían hecho sus tropas era saquear y matar en varios desafortunados pueblos de los alrededores.
Para entonces, la presencia de Eduardo empezaba a resultar incómoda no sólo para sus enemigos mamelucos, sino también para los cristianos de San Juan de Acre, que se habían acostumbrado a la convivencia con los musulmanes en los que el comercio entre ellos era muy lucrativo para ambos. Musulmanes y cristianos acordaron una tregua de diez años que Eduardo se negó a firmar, decidido a seguir adelante hasta tomar Jerusalén.
Entonces ocurrió un hecho que acabó con la cruzada y casi acaba con la vida de Eduardo. Uno de los lugartenientes del sultán llegó a Acre con algunos compañeros, afirmando haber desertado del lado mameluco. Eduardo les dio la bienvenida y no sospechaba nada cuando un miembro de los desertores musulmanes pidió una audiencia privada para informarle sobre el sultán. A solas con Eduardo y el intérprete, el musulmán sacó un puñal envenenado e intentó asesinar a Eduardo. Aunque consiguió reducirlo, el musulmán tuvo tiempo de hacerle daño.
La vida de Edward estuvo en juego durante días y, aunque poco a poco recuperó su salud, la cruzada ya estaba condenada al fracaso. Aún convaleciente, zarpó en septiembre de 1272 hacia Sicilia, donde fue recibido y agasajado por Carlos de Anjou. Allí supo que el 16 de noviembre de ese mismo año había muerto su padre Enrique III y que, por tanto, era rey de Inglaterra.
El título del libro de Marc Morris Edward I, A Great and Terrible King, que ha servido de fuente para este post, resume perfectamente el reinado de Eduardo I… pero esa es otra historia.
Imagen| Eduardo I