Un famoso dicho popular nos aconseja nunca juzgar a un libro por su portada. Sin embargo, en el mundo de la literatura infantil esta máxima no puede tomarse literalmente. Después de todo, la competencia actual por esta “pequeña” audiencia alienta a los editores a buscar soluciones cada vez más creativas e innovadoras. Además, los primeros recuerdos literarios de este mismo público suelen ir acompañados de la visualización inmediata de sus héroes, villanos y personajes favoritos.
Antes de que las líneas y los colores dieran vida a la ropa de Caperucita Roja, la literatura infantil padecía las restricciones de la tecnología gráfica del siglo XVI. Las primeras obras de este género las vendían vendedores ambulantes que reproducían cuentos populares en los llamados “chapbooks”. Estos primeros libros infantiles estaban elaborados a partir de una enorme hoja de papel doblada en una docena de partes y sin presentación ilustrada.
Recién en el siglo XVIII, gracias al interés del comerciante e ilustrador John Newbery, la historia de los libros infantiles tuvo una nueva página. Hacia 1740, este británico tuvo la idea de realizar ilustraciones para un libro infantil. Poco después, decidió aumentar el atractivo visual de los libros que vendía añadiendo un juguete. En poco tiempo, Newbewrry reinventó el mercado literario infantil y cautivó la memoria de los jóvenes lectores.
Pasando al siglo XIX, vemos que las portadas adquieren una mayor riqueza de detalles con el uso de estampados coloridos y detalles en tonos metalizados. En el mismo período, tenemos la creación de atractivos libros de juguetes y libros de regalo. Entre los clásicos de esa época podemos destacar la publicación de “Alicia en el país de las maravillas”, de Lewis Caroll; y “Cuentos de hadas para niños” de los hermanos Grimm. En el siglo XX, la caída de costes y los avances tecnológicos dieron más vida a las fundas infantiles.
La crisis económica que azotó al mundo con las dos Guerras Mundiales, provocó que el mercado de la literatura infantil sufriera una gran retracción. Estados Unidos, la potencia económica más estable, dominó la literatura infantil durante mucho tiempo y pudo atraer a muchos autores extranjeros. Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, la ola de innovaciones tecnológicas impulsó la creación de varias historias e ilustraciones donde máquinas y automóviles cobraban vida.
En las décadas de 1960 y 1970, el movimiento hippie y la revolución de valores tuvieron un impacto directo en la producción de estas obras. Los relatos tenían rasgos cada vez más existencialistas y las portadas ganaban en una mayor gama de colores y formas. Uno de los best sellers que representó esta tendencia fue el libro “Charlie y la fábrica de chocolate”, donde un niño pobre se debate entre sus sueños personales y los problemas económicos de su familia.
En la década siguiente, el mercado editorial infantil estaba en gran medida consolidado y la inversión en tecnología infográfica estaba dando sus primeros pasos. Paralelamente, las ilustraciones cobraron mayor fuerza con la innovadora fabricación de libros dirigidos a bebés. A finales de este siglo, este campo dio un paso más grande con la fama mundial de Harry Potter, el enigmático mago inglés capaz de atraer la imaginación de grandes y pequeños.
Con esto nos damos cuenta que la gráfica de la literatura infantil marcó el desarrollo de un mercado económico. La acción creativa de los ilustradores y la tecnología de impresión fueron responsables de la formación de una memoria lúdica compartida por miles de personas que conocieron a Oliver Twist, el elefante Bárbara, Blancanieves y otros íconos infantiles.
La historia de Caperucita Roja, según el historiador estadounidense Robert Darnton, se originó en la Edad Media europea y fue creada por campesinos. Cuando nos topamos con la historia de Little Caperucita roja , siempre esperamos que Caperucita Roja y la abuela puedan escapar de las afiladas y malv