Un paso decisivo en el devenir histórico hispánico fue la ocupación de las tierras peninsulares por los ejércitos romanos. El punto de partida fue la lucha sostenida por la entonces república romana con Cartago, que había ocupado, a mediados del siglo III antes de Cristo , la Península Ibérica. Roma logró conquistar las principales bases de los cartagineses en suelo hispano, Carthago Nova y Gades. Sin embargo, a raíz de ese éxito, los romanos, que inicialmente se habían asentado sólo en las zonas costeras del este y sur de la Península Ibérica, decidieron incorporar todas las tierras ibéricas a sus dominios.
El proceso concluyó en el siglo I antes de Cristo, no sin encontrar fuertes resistencias en ocasiones, como la del caudillo lusitano Viriato, asesinado en el año 139 antes de Cristo; la de la ciudad celtíbera de Numancia, entregada a Roma en el 133 a.C., o, en definitiva, la de cántabros y asturianos, a los que el propio Augusto acabó derrotando en el 19 a.C. Los motivos que impulsaron a los romanos a interesarse por la Península Ibérica fueron tanto económicos como estratégicos. Hispania abastecía a Roma sobre todo de metales , pero también proporcionó soldados y mano de obra. Por otro lado, fueron los romanos quienes decidieron utilizar el nombre de Hispania para referirse a la suerte ibérica, término del que derivarían las palabras romances posteriores España, en castellano, o Espanya, en catalán.
Hispania pasó a formar parte del poderoso Imperio que tenía su centro vital en la ciudad de Roma. La Hispania romana inicialmente tuvo dos provincias, Citerior y Ulterior . Posteriormente se dividió en un mosaico de provincias, como Tarraconense, Gallaecia, Cartaginense, Lusitania, Bética y Mauritania Tingitana, esta última referida al norte de África, y ésta a Baleares. Los romanos aprovecharon al máximo las posibilidades económicas de Hispania, en particular sus explotaciones mineras, que eran propiedad del Estado. En el distrito minero de Carthago Nova, donde se extraía principalmente plata, pero también plomo, se estima que trabajaban unos 40.000 hombres, obteniendo un beneficio estimado de unas 25.000 dracmas al día. Otra actividad destacada fue la pesca, en particular las salazones de la costa atlántica andaluza. También fue importante el desarrollo de la esclavitud, que alcanzó niveles muy elevados. La sociedad, por su parte, estaba dividida en dos grupos claramente opuestos:por un lado, los los honestiores , es decir, los dominantes; por el otro, los humillantes , la capa popular. En cualquier caso, había una clara diferencia entre quienes tenían la ciudadanía romana y quienes no la tenían. Esta situación se prolongó hasta el año 212, fecha en la que el emperador Caracalla decidió conceder la ciudadanía romana a todos sus súbditos.
Se generalizó el uso de la lengua latina, que acabó acaparando la mayoría de las lenguas que se hablaban en tierras hispanas. La única lengua que sobrevivió del pasado fue el euskera , que se hablaba en tierras de los actuales territorios del País Vasco y Navarra. Espectaculares avances se vivieron en tierras hispanas, especialmente en la vida urbana, con núcleos como Caesaraugusta, Barcino, Tarraco, Toletum, Lucus, Asturica Augusta, Saguntum, Valentía, Carthago Nova, Norba, Emérita Augusta, Corduba, Hispalis, Carteia, Malaca, cades. etc. Las ciudades hispano-romanas fueron el escenario del desarrollo de la institución del municipio, que estaba compuesto por una Curia o Consejo y unos corregimientos, entre ellos, como los más destacados, los duoviri. y los ediles . Al mismo tiempo, por el yacimiento íbero discurría una densa red de vías de comunicación, punto de partida de las principales vías de los siglos posteriores. Una muy significativa, la famosa Vía de la Plata .
Al mismo tiempo penetró el derecho romano, cuyas huellas todavía se perciben claramente en la normativa jurídica vigente en la España actual. Las huellas del pasado hispano-romano aún son visibles desde las murallas de Lugo o el acueducto de Segovia hasta el teatro de Mérida, el anfiteatro de Itálica o los arcos de Bará y Medinaceli. Hispania, asimismo, aportó una lista muy destacada de grandes personajes a la historia de Roma, desde emperadores, como Trajano, a escritores, entre ellos Séneca, Lucano, Quintiliano o Marcial, pasando por el agrónomo Columela o el geógrafo Mela.
Expansión de la religión cristiana
La época de dominación romana fue también testigo de la llegada de la religión cristiana a la Península Ibérica, que se convertiría en uno de los pilares más fuertes del futuro de las tierras hispanas. Al principio, la difusión del cristianismo fue lenta, porque era una religión perseguida. La Iglesia cristiana ya estaba fuertemente implantada en tierras hispanas en el siglo III. El Edicto de Milán, emitido por el emperador Constantino en el año 313, permitió que el cristianismo saliera a la superficie. A principios del siglo IV, del Concilio que tuvo lugar en la localidad granadina de Iliberis, asistieron 37 obispos. Antes de finalizar ese siglo, el emperador Teodosio proclamó el cristianismo como religión oficial del Imperio Romano. El cristianismo hispánico durante la época imperial aportó nombres ilustres, algunos mártires, como Justo y Pastor o Eulalia de Mérida, pero también figuras destacadas, como el obispo Osio, el historiador Orosio y el poeta Prudencio. Pero también hubo desvíos doctrinales, el más significativo de los cuales fue el de Prisciliano, que fue obispo de Ávila en el siglo IV. El priscilianismo, al que se acusaba de estar relacionado con la magia y el maniqueísmo, sobrevivió sin embargo a su fundador, alcanzando una notable expansión, sobre todo por las provincias romanas de Gallaecia y Lusitania.